Dejar todo arder
Ficción: Un relato corto inspirado en la película La Vida Secreta de Walter Mitty.
Eran las diez de la mañana de un martes cualquiera. El sol sublime acariciaba mis manos a través del parabrisas. Era una mañana tranquila y el cielo azul, despejado, mostraba esperanza de que iba ser un buen día. Mi carro llevaba un ambiente sereno y yo la mente abierta. Los Hermanos Gutiérrez me acompañaban con su Mesa Redonda y mis dedos golpeaban suavemente el volante al ritmo de la música.
Afuera otras almas deambulaban en su rutina sin contemplar cómo llegaron a ese preciso momento y ese preciso lugar. No se preguntaban cómo después de todos estos años de evolución y tecnología, habían quedado atrapados en una granja de hormigas sin salida. Nunca pensaron que llegarían a ser parte del experimento. Ni lo sospecharon.
El sol ardía de tal forma que en la carretera se divisaban espejismos. Charcos de agua o petróleo que reflejaban el cielo y que parecían bailar al ritmo de la guitarra hipnótica de los Hijos del Sol. A mi izquierda, la civilización; la rutina de los colegios, las amas de casa, los carteros, los camiones de basura, y los jardineros que mantienen en orden la ciudad. A mi derecha, el pantano; millas y millas de pasto muhly, muy alto ocultando el horizonte de esa ciénaga eterna que alguna vez encubrió todo el territorio.
¡Qué ganas de perderse en ese cañaveral! ¿A tal punto he llegado que preferiría adentrarme en el corazón de la ciénaga y vivir entre las panteras y los caimanes, que seguir conduciendo hacia el edificio donde se encuentran depredadores aún más feroces? Aquellos que te roban el tiempo y la calma, aquellos que con un solo email pueden acabar con tu paz mental y hacerte sentir como la más insignificante presa.
De repente tuve el impulso de frenar en seco y orillarme, salir corriendo hacia el pantano y desaparecer de una vez por todas. Vi un objeto rojo al pie de la carretera; pensé que se trataba de otro espejismo pero una voz en mi interior insistió que parara y le echara un vistazo. Me orillé y apagué el carro. Abrí la puerta y sentí la bocanada húmeda del calor del trópico golpearme la cara sin aviso. Me acerqué a aquel objeto rojo radiante y me di cuenta que era un envase de gasolina. Lo alcé con dificultad y confirmé que no estaba vacío.
¿Quién habría dejado este recipiente lleno de gasolina al pie de Los Everglades? ¡Qué irresponsabilidad!
Miré a mi alrededor y no vi a nadie cerca, tampoco había carros orillados por ninguna parte. Me quedé inmóvil, viendo hacia el interior de la ciénaga, como perdida en el tiempo y el espacio. Me debatí entre quererlo todo y no querer nada al mismo tiempo; entre creer saberlo todo y sentirme completamente perdida en este mundo.
Pensé en los depredadores corporativos que no veían la hora de hundir a su próxima víctima en sus propias lágrimas. En los emails acumulados que esperaban impacientes a ser respondidos. En las juntas interminables sin rumbo alguno. En las metas ilustradas muy elegantemente en diapositivas pero que en realidad se ejecutan de manera torpe y ruda. Pensé en la política corporativa y de cómo las mujeres solemos ser patéticas en el arte de la hipocresía en el ámbito empresarial. ¿O seré solo yo? ¿Seré la única que no sabe fingir demencia?
¿Quién podría haber olvidado un envase repleto de gasolina a la orilla de la carretera? ¿Había sido olvidado realmente? O tal vez hubo alguien que quiso, si tan solo por un momento, prenderlo todo en fuego.
Parpadeé y me volví hacia el carro, cerré el baúl y continué mi camino hacia la inevitable rutina del martes. Algo en mí había cambiado en el transcurso de esos minutos junto al pasto sierra. Llegué a mi destino, tomé el recipiente de plástico conmigo y entre por la puerta trasera. Le quité el seguro a la boquilla negra del envase y comencé a regar combustible por todo a mi alrededor.
Cubículos que simulaban privacidad, monitores planos con pantallas apagadas, sillas acolchadas pero incómodas, impresoras abandonadas, oficinas con ínfulas de pequeños tronos para aquellos que siempre quisieron el poder y que sólo lo alcanzaron una vez el formato híbrido invadió las empresas. Todo quedó empapado de gasolina y yo quedé exhausta pero satisfecha. Encontré un encendedor fucsia en el bolsillo de mi chaqueta. ¡Divina providencia! No fumo y no tengo motivos de llevar un encendedor conmigo. ¿Cómo has llegado hasta a mí?, murmuré. Presioné la rueda rápidamente y la chispa fue seguida por una llama prometedora. No pensé en nada más.
Todo se volvió como en cámara lenta. Solté lentamente el encendedor en el tapete también empapado de gasolina y vi como la llama se expandía por todo el edificio.
Afuera, el cielo todavía era de un azul celeste y seguía despejado; el sol acariciaba suavemente el final de la mañana antes de arder en medio día. Adentro la luz fluorescente se mezclaba con el humo negro y las llamas anaranjadas y yo veía todo arder.
Parpadeé y el pasto sierra me susurró algo suave que no alcancé a entender pero me devolvió a la realidad. El sol tocó mis brazos y noté que no llevaba chaqueta ni encendedor en los bolsillos. Vi de reojo como el recipiente rojo me sonreía en complicidad, le di una patada y se volteó ligeramente. Estaba vacío. Le sonreí y me dirigí hacia el carro.
Encendí el motor. El aire acondicionado me sopló en las mejillas con el propósito de desembriagarme. Los Hermanos Gutiérrez ahora tocaban Hoy Como Ayer. Me incorporé al resto del tráfico y seguí conduciendo tranquilamente hacia mi destino. Diez y media. Hoy no habría incendios. Solo rutina. ¿Será lo mismo?
Que tuto…!! 🙈 volví a respirar..!! 😅
Esto es como estar en la ñoña de una melodía y resbalarse por la guinda, soltando cuatro peos—cagao’—pa’ terminar sano y salvo con los pantalones embarraos en mierda y un sentido de pròposito renovado.
De mis piezas favoritas aquí. Full.